Alguien me contó, en cierta ocasión, que hace mucho tiempo, un par de décadas, imagino, los directivos de la conocida marca automovilística Audi estaban preocupados por el bajo nivel de ventas de la compañía. Les parecía sorprendente que no vendieran más coches, puesto que fabricaban modelos técnicamente impecables a unos precios muy competitivos. Como consecuencia de esta preocupación, decidieron contratar a un infalible asesor económico, que previamente había conseguido multiplicar las ventas de varias compañías que atravesaban una situación similar a la suya. Una vez realizado el pertinente estudio, el asesor fue tajante en cuanto a las dos acciones que debían llevar a cabo de inmediato: por una parte, subir los precios; y por otra, en la publicidad, incluir alguna frase en alemán junto a la marca de la compañía. Con la segunda acción, supongo que se pretendía acentuar el hecho de que los automóviles de la compañía estuviesen fabricados en uno de los países más respetados internacionalmente por su tecnología automovilística, y grabarlo en la mente de los consumidores. Pero es la primera de las acciones sugeridas la que consiguió llamar mi atención.
Aun a riesgo de que la historia en cuestión resulte ser una leyenda urbana, y elementos característicos no le faltan, lo cierto es que tal circunstancia no invalidaría para nada la reflexión que provocó en mi cabeza. La primera acción consistía en subir los precios de todos los modelos en el mercado. De esta manera, conseguirían introducir en el conjunto de los consumidores la idea de que Audi era una verdadera marca de automóviles de lujo y podrían competir con marcas de la talla de BMW o Mercedes en igualdad de condiciones. Curiosamente, la anécdota cuenta que no les hizo falta mejorar el apartado tecnológico, puesto que ya era de una calidad excepcional, sino simplemente aumentar unos precios que probablemente estaban haciendo llegar al público un mensaje erróneo sobre el nivel de sus vehículos. Como parece evidente, la supuesta medida supuso un éxito absoluto, puesto que, hoy en día, ser el propietario de un Audi otorga una categoría que se puede situar a un nivel comparable a la que otorga serlo de un BMW o de un Mercedes, aunque entiendo que habrá quien no opine así. En cualquier caso, esto me trae una reflexión a la cabeza: parece ser que para convencer a los demás de que un producto es realmente de calidad y merece la pena poseerlo, la mejor estrategia es señalizar esa calidad. Es decir, imponer a la posibilidad de conseguirlo un handicap que lo haga inalcanzable a una parte de la sociedad, esto es, a la de menor poder adquisitivo, de manera que el poseer uno de esos productos le aporte a su comprador no sólo los beneficios derivados del producto en sí mismo, como pueden ser en este caso la posibilidad de desplazamiento, el confort, la seguridad y todas esas cosas que tendrían mejor cabida en un anuncio de Audi que aquí. Además, le otorga poder, le ofrece la posibilidad de ir exponiendo públicamente su estatus social y de transmitir a los demás el mensaje de que él está por encima de la mediocridad. Y si el comprador es de sexo masculino, además, le permite transmitir un mensaje al sexo opuesto sobre su idoneidad como pareja y como potencial padre, al disponer de los recursos económicos necesarios, y lo más importante, la actitud necesaria para conseguirlos.
Lo curioso de todo esto es que ese patrón de comportamiento, de manera extraordinariamente fiel, se reproduce en muchísimas especies animales del planeta. Responde a un mecanismo comportamental descrito en 1975, y conocido como el principio del handicap. Según dicho principio, las señales de estatus social y de calidad individual que suponen una dificultad, un obstáculo para el que las porta, como por ejemplo la enorme y espectacular cola del pavo real o la gigantesca nariz del násico o mono narigudo, transmiten una cantidad enorme de información sobre la calidad genética de sus portadores, ya que el coste fisiológico y ambiental que supone desarrollarlas y mantenerlas es tan elevado, que sólo los individuos en mejores condiciones físicas se pueden permitir exagerarlas y aun así ser capaces de sobrevivir y estar en disposición de generar descendencia fértil. Estas señales son necesariamente honestas, puesto que un individuo de calidad inferior no sería capaz de producirlas, mantenerlas y ser capaz de sobrevivir hasta la edad de reproducirse. Es decir, su coste las hace honestas.
Si hay alguien que esté leyendo esto que piense que la evolución se ha detenido en la especie humana porque ya no nos afecta la selección natural, le recomiendo que siga leyendo, y si hay alguien que directamente no cree en la evolución, le aconsejo que espacie un poco más en el tiempo sus visitas a la iglesia. Por supuesto, esas señales no se limitan a caracteres morfológicos como los dos mencionados anteriormente, sino que incluyen comportamientos tan curiosos como los espectaculares saltos de las gacelas de Thompson macho frente a los guepardos, como diciendo a las hembras “mira si soy un machote y estoy en buena forma física que me permito vacilar delante de un depredador y aún así sigo vivo”, o incluso la posesión de un territorio y la calidad del mismo, que transmiten un mensaje claro sobre la capacidad del macho para conseguir un territorio, y encima un buen territorio (no todos los machos llegan siquiera a conseguir uno). De manera análoga, la posesión de un Audi por parte de un ser humano de género masculino transmite una información clara sobre su nivel económico y, lo más importante, sobre su posición social. ¿Por qué es esto importante? Porque eso es lo que hace a la señal honesta.
Imaginemos el caso de un carbonero común, especie cuyos machos cuentan con una mancha negra en el plumaje del babero (la parte inferior del cuello). Esta mancha negra ha sido relacionada directamente con la posición social o la dominancia de cada macho en la población: los machos con un área negra más extensa suelen ser los dominantes y tienen acceso a un mayor número de hembras y a mejores territorios, y a su vez, sólo los machos de mayor calidad y en mejores condiciones físicas serán capaces de desarrollar y mantener una mancha de mayor tamaño, pues la síntesis de la melanina necesaria para tal empresa conlleva un elevado coste fisiológico. ¿Qué pasa si un macho de calidad inferior decide intentar engañar a las hembras y desarrollar una mancha más grande de lo que le correspondería por su estatus social? Que se daría cuenta de que tal comportamiento no sale gratis: estaría invirtiendo una cantidad de recursos tal en desarrollar la mancha negra, que no podría mantenerse en una buena condición física después de semejante esfuerzo fisiológico, y tendería a perder todos los enfrentamientos con los otros machos, por lo que quedaría en evidencia su inferior categoría social, así como su intento de engaño. Porque los machos dominantes, los de verdad, no sólo tienen que parecer dominantes por medio de la mayor extensión de la mancha negra de su plumaje, sino que también tienen que demostrar esa dominancia ganando enfrentamientos con el resto de machos por el territorio. Los machos de mayor calidad son los que experimentarán más enfrentamientos (por tener los mejores territorios y, por lo tanto, los más deseados), por lo que sólo los que de verdad demuestren estar en las mejores condiciones podrán realmente ser dominantes. Recordemos, el propio coste de las señales las hace honestas.
De manera análoga, podemos preguntarnos lo que pasa cuando alguien a quien su situación pecuniaria le llega justito para comprarse y mantener un Ford Fiesta decide adquirir un Audi de alta gama, aunque la respuesta es evidente. Pero podemos preguntarnos algo más interesante: ¿qué pasa cuando alguien con una situación económica desahogada pero perteneciente a una clase social diferente a la que le correspondería por sus ingresos decide hacerse con un Audi de alta gama? Pensemos por ejemplo en uno de los muchos españoles que durante el pasado boom inmobiliario decidieron dejar los estudios antes de tener el Graduado Escolar y se pusieron a realizar alguna actividad relacionada con la construcción. Probablemente más de uno, al verse con 3.000 euros mensuales en el bolsillo y toda la vida por delante, decidió agenciarse un Audi de los caros. Si alguna chica se fijó en él por el coche que conducía, probablemente quedó decepcionada al comprobar que no era la persona culta, madura y bien posicionada socialmente que el coche le prometía. Aquí tenemos reproducido, fielmente, el caso del carbonero tramposo. Eso sí, a este chavalote siempre le queda la opción de ponerle unos alerones y unas luces de neón en los bajos al Audi e irse a fardar en algún polígono a las afueras de la ciudad, donde seguro que triunfa con las Jennis.
Si es que somos como animales…